viernes, 24 de julio de 2009

El Software a la Luz de los Derechos Morales de Autor

El Software a la Luz de los Derechos Morales de Autor

En la actualidad, es claro que, ante el advenimiento de retos tecnológicos que tocan y comprometen las estructuras de una ciencia jurídica estática e incapaz de ofrecer soluciones acordes a las necesidades contemporáneas, resulta imperioso dotar al derecho de un dinamismo funcional que le permita ser consecuente con la realidad que pretende normar. El software o soporte lógico es uno de esos retos, que si bien el derecho no vaciló demasiado en reglamentar, al hacerlo, quedaron algunas lagunas e incompatibilidades que ameritan ser tratadas detenidamente en este trabajo. En el mundo, la regulación del software se puede encasillar dentro del régimen de propiedad intelectual, más específicamente en el derecho de autor, al cual pertenece como obra literaria. Sin embargo, las particularidades y naturaleza espinosa de este bien inmaterial, en múltiples ocasiones, cuestionan y ponen en apuro la reglamentación en la cual se le ha encajado.

Sin pretensiones reduccionistas y con fines metodológicos, se entiende por propiedad intelectual aquella disciplina normativa que propende por la protección de las creaciones del intelecto humano provenientes de un esfuerzo, trabajo o destreza, meritorios de tutela jurídica. En la misma línea, el derecho de autor se ha definido como aquella categoría o conjunto de normas y principios, pertenecientes a la propiedad intelectual, que protegen las obras de tipo literario, artístico o científico, sobre las cuales el autor ostenta derechos morales (según el sistema de protección) y patrimoniales. Los derechos morales, perpetuos, inalienables, irrenunciables, imprescriptibles, e inherentes a la personalidad[1] del autor, facultan a éste para tomar ciertas medidas tendientes a conservar el lazo personal existente con su obra y utilización[2]. Por otra parte, el artículo 13 de la decisión 351 de la Comunidad Andina de Naciones, similar al artículo 3 del Decreto 1360 de 1989, conceptualiza el software o programa de ordenador como aquella «Expresión de un conjunto de instrucciones mediante palabras, códigos, planes o en cualquier otra forma que, al ser incorporadas en un dispositivo de lectura automatizada, es capaz de hacer que un ordenador -un aparato electrónico o similar capaz de elaborar informaciones-, ejecute determinada tarea u obtenga determinado resultado. El programa de ordenador comprende también la documentación técnica y los manuales de uso.»

Al cotejar estas nociones básicas, surgen distintas dudas, que van desde el debate del mismo término propiedad, hasta las consecuencias jurídicas que el régimen de derechos de autor implica respecto del software. Particularmente, la problemática que nos ocupa en este trabajo, se enfoca en el análisis del software a la luz de los derechos morales de autor. ¿Es susceptible el software de predicársele derechos morales de autor?. La mayoría de los autores pasan por alto este asunto, abordándolo tangencial y ligeramente, conformándose con la inclusión del software como obra literaria y por ende protegiéndose en los mismos términos que ésta. Verdaderamente la respuesta a la pregunta planteada no es sencilla, teniendo en cuenta que si bien hoy en día, casi por unanimidad, se concibe el software dentro de los derechos de autor, la discusión acerca del régimen normativo en el cual debe ubicársele, sigue siendo álgida, máxime cuando en ciertos temas, el derecho de autor parece verse forzado y artificioso en su regulación. La naturaleza jurídica del software no parece ser clara. Algunos proponen su protección mediante el régimen de propiedad industrial, sin embargo, esta posición apresurada es errada, puesto que por un lado el software no cumple con los requisitos de aplicación industrial, patentabilidad, y sobre todo nivel inventivo. Además, expresamente los artículos 6 de la Decisión 344 de 1993, y 52 de la Convención Europea de Patentes, descartan al software de las invenciones patentables. Así las cosas, el software como bien intangible puede ser fijado en medios materiales que constituyen un producto, pero el programa en sí no lo es, distinguiendo la obra, del soporte material en la cual se incorpora[3]. Casi que por exclusión, al no ser adecuable en la propiedad industrial, habrá que referir el software al derecho de autor. No obstante, la cuestión no deja de ser nebulosa. Abiertamente, el derecho de autor propende por la protección de la forma como se expresa la idea (la obra), mas no protege la idea en sí misma. En relación a esto, en términos genéricos, el proceso de creación del software se compone de la siguientes etapas: necesidades del usuario, elaboración del algoritmo, carta de flujo, código fuente, código objeto, prueba y documentos técnicos[4]. Abreviando: problema-idea-fijación. En este sentido, si nos concentramos en la definición normativa anteriormente citada de software y en sus etapas de creación, es claramente advertible su carácter premático o utilitario, toda vez que su finalidad es la ejecución de una tarea u obtención de un resultado que responde a una necesidad del usuario. Se deduce entonces, que lo realmente valioso y meritorio en el software, es la respuesta o solución a esa necesidad, esto es, la idea. Lo cual es contradictorio, puesto que como se ha dicho, el derecho de autor no protege las ideas, dejándose a la intemperie el esfuerzo ingenioso del creador. Aún peor, al proteger la forma en la cual es expresada o fijada la idea, se demerita la labor del creador, debido a que en últimas, para esta expresión o fijación, se emplean diversos lenguajes artificiales preexistentes (Cobol, Pascal, Basic, Lisp, Oracle, Fortran) y programas ensambladores. En síntesis, programas y lenguajes que dan como resultado otros programas. De esto surge otra duda, ¿en el software qué protegen los derechos morales, el nexo entre el creador y su esfuerzo creativo, o el nexo entre el creador y el resultado obtenido a partir de otros programas y lenguajes artificiales?. Profundizando más, ¿qué y a quién vale la pena proteger con los derechos morales en los casos de participación plural de personas en el proceso de creación del software, el nexo entre el creador de la idea que pone fin a una necesidad, o la expresión - fijación de la misma, que generalmente es efectuada por individuos diferentes a quién se le ocurrió la idea?. Consecuentemente, ¿son mutuamente excluyentes esas protecciones o igualmente meritorias?.

Los derechos morales llevan inmersos una dificultad original que hace más complejo su estudio, y es que en el mundo no son igualmente vinculantes. Mientras en nuestro sistema continental o civil law de tradición gala. sí se reconocen derechos morales a los autores —quizás producto del racionalismo y antropocentrismo en el cual se inspiró la revolución francesa—; en el common law o sistema anglosajón, sólo se reconocen derechos patrimoniales a los autores, pues se considera que los derechos morales limitan innecesariamente el tráfico y el pragmatismo imperante. La Convención de Berna en su artículo 6 bis consagra para los autores dos derechos morales, a saber, el de reivindicar la paternidad sobre la obra y el de oponerse a cualquier forma que atente contra la integridad de la misma. La Decisión 351 CAN, parece ser ambigua en lo referente a los derechos morales predicables sobre el software. En el inciso inicial del artículo 23, establece que la protección del software se hará en los mismo términos que para un obra literaria, lo cual incluiría no sólo los derechos morales de paternidad e integridad de la obra, sino además, de acuerdo al artículo 30 de la ley 23 de 1982, los de arrepentimiento, modificación e inédito. Ahora bien, el inciso segundo de este mismo artículo 23 CAN, hace reenvío expreso al artículo 6 bis de la Convención de Berna, por lo que autores como ERNESTO RENGIFO[5], sostienen que en Colombia ya no se aplica el artículo 30 de la ley 23 de 1982, sino el inciso segundo de la norma andina y consecuencialmente, exclusivamente el artículo 6 bis de la Convención de Berna. Así las cosas, y siguiendo esta inferencia lógica normativa, al software sólo le sería predicable el derecho de paternidad y el de integridad de la obra. Sin embargo, a nuestro juicio, esto es completamente equivocado. En primera medida, el artículo 23 de la Decisión, si bien remite al artículo 6 bis de la Convención de Berna, no puede ser interpretado en forma restrictiva, puesto que de su tenor literal no se desprende alocución excluyente alguna, y además es consabido que este tipo de normatividad internacional estipula mínimos de protección, que según el artículo 2 de la misma Decisión 351 CAN, cada país podrá legislar concediendo una protección más favorable a los autores. Se finiquita entonces que con este argumento lógico-positivista no se puede salir al paso a la problemática expuesta.

En general, la justificación de los derechos morales, quedó establecida, en tanto que las obras emanan del autor como una prolongación de su personalidad o espíritu plasmado en la creación original[6]. Frente a estos derechos y el software, dos son las incompatibilidades que vienen a la mente. Por un lado, el proceso de creación del software se contrapone a que existan derechos morales en cabeza de autores, por cuanto, usualmente la titularidad de estos, se halla en manos de una persona jurídica. Raciocinio éste que merece un análisis detallado, debido a que resulta descabellado creer que las personas jurídicas prolongan su personalidad o espíritu en las obras. Esto, aceptando no de manera cuerda, que sobre una serie de códigos, algoritmos e interfaces, como lo es el software, se pueda plasmar algún tipo personalidad o espíritu. Del mismo modo, y aún más importante, al responder el software a una necesidad preexistente y no al simple albedrío o liberalidad intelectual-creativa del autor, su naturaleza frente al valor se cataloga como neutral, es decir, en sí mismo, el software es discordante con cualquier clase de impronta subjetiva que pretenda serle incorporada. Es incuestionable y fácilmente apreciable que, León Tolstói en sus novelas, Bertolt Brecht en sus poemas y Pablo Picasso en sus pinturas, imprimieron cada uno en sus obras las cosmovisiones, pasiones, concepciones culturales y filosóficas en las cuales su intelecto se desenvolvió, en otras palabras, las dotaron de su propio espíritu y personalidad. Ahora bien, ¿se podrá aseverar lo mismo respecto de Microsoft y su sistema operativo Windows?. Los mencionados escritores y artistas, se esforzaron en crear sus obras, no porque existiera alguna necesidad que así lo demandara, como ocurre con el software, sino por simple complacencia personal. Las necesidades son definidas por la Real Academia Española, como aquellos Impulsos irresistibles que hacen que las causas obren infaliblemente en cierto sentido. Ese impulso objetivo descarta cualquier impronta subjetiva del creador, puesto que la actividad que éste realiza, está predestinada a resolver algo ajeno a su propio ser, por lo que la forma en que lo haga, viene igualmente determinada, anulándose el margen de movilidad para que el espíritu se despliegue. Si una persona tiene sed, si aparece una enfermedad nueva en el mundo, si se requiere una herramienta o software que procese textos, la respuesta que se le dé a esa necesidad, es sólo eso, un esfuerzo destinado a satisfacerla, que merece ser protegido por su utilidad y resultado, mas no porque en ello se encuentre ínsito el alma y esencia del autor. Las necesidades se satisfacen o no, le es vedado a quien lo hará, plasmar en ellas connotaciones subjetivas, sencillamente si se tiene sed se toma agua, no se hace esto con amor o inspirándose en el nihilismo o realismo mágico, así sucede a la par con el software. Negar esto, sería desconocer la vocación utilitaria y pragmática que le es inherente al software. En síntesis, tal cual como están planteados los ejes conceptuales, teoréticamente es imposible hablar racionalmente de derechos morales sobre el software.

Por otra parte, y así acertadamente se ha entendido en el common law, el ejercicio de los derechos morales por el autor, acarrea efectos nocivos en las expectativas de aplicación del software que tiene el usuario. Simplemente si se imagina desde una perspectiva práctica, el accionamiento de derechos morales como el de arrepentimiento o modificación sobre el software, concluiríamos que como efecto correlativo, se generarían grandes perjuicios para los usuarios, infinidad de demandas por ellos, inestabilidad comercial y bloqueo en el tráfico cognitivo[7]. Máxime cuando el software se desenvuelve en el mundo de las súper autopistas informáticas, por lo que, decidirse a ejercer estos derechos, sería físicamente ineficaz e inoperante, pues ¿cómo se retira de circulación o se modifica un software que se encuentra disperso por la Internet?. En el mismo sentido, si como se dijo, en el software no se concreta la personalidad del autor, tampoco se puede concretar en él, el honor y el pundonor de éste, por lo que es un poco forzado que sea potencialmente afectable su integridad. Incluso, si fuera posible, sería ilógico, debido a que el usuario emplea el software para sufragar sus necesidades personales, que en todo caso deben ser respetables, pues al negarlas, se limitarían libertades fundamentales y connaturales al ser humano, cuya primacía hoy día es irrefutable. Si un escritor de literatura erótica utiliza el software de procesador de textos para tales fines, ¿será entonces que se afecta con ello la integridad del autor, cómo se controlaría ese uso, se le prohibirá la libertad de expresión al escritor?. En términos prácticos y realistas, el único derecho moral que sería susceptible de predicársele al software sería el de reivindicación de la paternidad. No es casual, que programas como Windows, Internet Explorer, Office, Messenger, entre otros, le sean mundialmente reconocidos a Microsoft. En este aspecto, los software libres o de código abierto, evidencian un ejemplar respeto por este derecho[8]. No obstante, como se afirmó, teóricamente, hasta este derecho sería improcedente respecto del software.

Ahora bien, lejos de asumir posiciones absolutas, el esfuerzo aquí consignado, propugna por la creación de espacios reflexivos, que indaguen y amplíen la cuestión del software frente a los derechos morales, tema que lastimosamente y quizás con culpa, ha sido olvidado por la doctrina. A nuestro juicio, resulta igualmente nocivo para el ordenamiento jurídico, tanto el encaje forzado del software en nociones abstractas que no respondan a su naturaleza, como la creación de reglamentaciones sui generis que engrosan el listado de leyes proteccionistas y carentes de fundamentación, correspondientes a la ya superada época del optimismo legislativo. En este sentido, y ante la ausencia de bases dogmáticas que proporcionen criterios orientadores, se considera conveniente la elaboración de una Teoría General de los Bienes Inmateriales, en la que se dedique un acápite especial para el software, se estudie a conciencia su naturaleza particular, y su vocación utilitaria, necesaria y universal.



[1]Cfr. UCHTENHAGEN, Ulrich. El derecho de autor como derecho humano.

[2] OMPI. Modulo Introductorio Número Dos. Derecho de autor. p. 7.

[3] ALVAREZ, Yolanda y RESTREPO, Luz. El derecho de autor y el software. Medellín, Universidad Pontificia Bolivariana - Dike, 1997. p.226.

[4] Ibídem., p. 214.

[5] RENGIFO, Ernesto. Propiedad intelectual. El moderno derecho de autor. Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 1996. p. 228.

[6] ISAKSSON, NIcólas y otros. La Problemática de los Derechos de Autor en Internet y las Nuevas Tecnologías. En: Revista de derecho informático Alfa-Redi.[Documento Virtual: http://www.alfa-redi.org/rdi-articulo.shtml?x=1092].

[7] RENGIFO, Ernesto. Op.cit., p. 227.

[8] RUIZ, Anisley y PÉREZ, Oscar. ¿Corolario de los derechos de autor del software?. En: Ciberrevista sobre propiedad intelectual @utor y derecho. [Documento Virtual: http://www.unirioja.es/dptos/dd/civil/autor_anisley.pdf.

Clasificación de los Actos Administrativos

Introducción

Con el presente ensayo se pretende dar cuenta acerca de las distintas clases de actos administrativos existentes y sobre la figura jurídica de la excepción de inconstitucionalidad en el campo del derecho administrativo. Para estos efectos, se propone un barrido detallado a lo largo de la doctrina jurídica administrativa con el fin de identificar las clases de actos administrativos y resaltar entre ellos sus principales diferencias. Asimismo, se realizará un análisis jurisprudencial y doctrinario respecto de la institución jurídica de la excepción de inconstitucionalidad, de suerte que se facilite la comprensión de la misma.

Clasificación de los Actos Administrativos

En lo que respecta a las clases de actos administrativos cabe realizar una breve diferenciación conceptual con las clases de actuaciones de la administración. Las actuaciones de la administración u operaciones administrativas comprenden no sólo actos administrativos, sino también hechos y omisiones con trascendencia jurídica, por ello la clasificación de las actuaciones administrativas es mucho más genérica que la de los actos administrativos. La generalidad de los autores catalogan los actos administrativos de acuerdo a la naturaleza procesal o formal del acto (órganos y procedimientos presentes en su formación); y conforme a la materia o carácter sustancial (contenido) que ellos entrañen. No obstante, se puede afirmar que existen tantos criterios clasificatorios de acto administrativo como autores que abordan el tema. Este ensayo adoptará la clasificación tradicional y comúnmente acogida en la doctrina administrativa. Así las cosas, los actos administrativos se clasifican en:

1. Criterio Sustancial

1.1 Actos administrativos que crean, modifican o extinguen relaciones jurídicas: de este criterio se desprenden distintas subclasificaciones conforme al tipo de situaciones jurídicas que el acto produzca.
1.1.1 Actos administrativos que operan sobre una cualidad jurídica: hacen referencia a aquellos actos que crean, modifican o extinguen un estatus jurídico; o aquellos que tienen en cuenta las cualidades jurídicas de una persona, cosa, actividad o hecho, para mutarlas.
1.1.2 Actos administrativos que operan en el campo de los derechos y deberes: son aquellos que aumentan o limitan las facultades, los poderes, los derechos y en general la esfera jurídica de los particulares. Igualmente, son aquellos en virtud de los cuales la administración atribuyen a otros entes o particulares potestades o derechos propios. Asimismo, los actos que conceden permisos o licencias y los actos que disminuyen o sancionan derechos de los administrados.
1.1.2.1 Admisiones: califican la admisión de un particular en una institución administrativa o lo hacen partícipe en de ventajas administrativas.
1.1.2.2 Concesiones: actos que confieren nuevos poderes y derechos a particulares, con los cuales se ve extendido su ámbito jurídico.
1.1.2.3 Autorizaciones: éstas no confieren nuevos derecho o poderes, sino que se ocupan de hacer posible el ejercicio de los mismos, que se encuentran previamente en manos de particulares o de la administración.
1.1.2.4 Renuncias: en casos excepcionales y previa aquiescencia legal, la administración puede en materias de tributos y penas pecuniarias mediante una exoneración, dispensa o renuncia, liberar a un particular de una obligación.
1.1.3 Actos administrativos que operan sobre otros actos administrativos: usualmente son aquellos que la administración expide en función de autotutela gubernativa o de controles jerárquicos, con el fin de reformar, suspender o revocar un acto administrativo.
1.1.4 Actos de organización de la administración pública: hacen alusión a expresiones de juicios, opiniones y a la forma como se estructura la actividad administrativa, como se relacionan los funcionarios entre sí y como ejercen sus funciones. Certificados, registros, testimonios, inscripciones, notificaciones, publicaciones, órdenes y en general oficios que sean determinantes en situaciones jurídicas subjetivas.

1.2 Actos administrativos sancionatorios, de control, de seguridad y de servicio público: este discernimiento evalúa la función que se concretiza en el acto, que siempre se caracterizará por intervenir, regular, inspeccionar y limitar la esfera jurídica de las personas.
1.2.1 Actos administrativos sancionatorios: aquellos que dictaminan penas aplicables por vía gubernativa, en los casos en que se ven violentadas las normas referentes al ejercicio de la función pública o gestión fiscal. Se imponen por la inobservancia de deberes de ciertos sujetos respecto a la administración. Se materializan con la privación de derechos o con la resolución de la relación administración-servidor.
1.2.2 Actos administrativos de control: se refieren a declaraciones o corroboraciones de hechos o relaciones jurídicas.
1.2.3 Actos administrativos de servicios públicos: en la actualidad esta clasificación ha perdido toda vigencia, pues se concebía para diferenciar los actos provenientes del Estado que sus controversias debían ser decididas en la jurisdicción administrativa o privada.

1.3 Actos administrativos de poder y de gestión: los actos de poder son aquellos que la administración ejecuta respaldada de prerrogativas públicas, así impone unilateralmente obligaciones a cargo de particulares. Los actos de gestión son aquellos que se realizan en conjunción con los particulares para gestionar actividades que no dependen del ejercicio público como tal. Esta clasificación es obsoleta, pues hacía referencia al régimen de derecho público en los casos de actos de poder y al régimen de derecho privado en los casos de actos de gestión. Hoy día todas las actuaciones administrativas del estado son resueltas en la jurisdicción contenciosa administrativa.

1.4 Actos administrativos preparatorios, definitivos, complementarios y de ejecución (en lo que atañe a la materia de decisión de cada uno de ellos):
1.4.1 Actos preparatorios: se expiden como parte de un procedimiento, para hacer posible un acto principal posterior. Ejemplos de estos son los actos de mero trámite.
1.4.2 Actos definitivos: constituyen la esencia de la voluntad administrativa, ponen fin a una actuación de la administración. Son los que concretizan el efecto jurídico propuesto.
1.4.3 Actos complementarios: aquellos requeridos para completar la eficacia del acto principal pero sin que se confundan con éste.
1.4.4 Actos de ejecución: expedidos para dar pleno cumplimiento a un acto principal anterior.

1.5 Actos administrativos de carácter general y actos de contenido particular: sobre lo que recae la decisión, los primeros son aquellos que se llevan a cabo en desarrollo de una competencia administrativa, que se ejerce de manera abstracta e impersonal o refiriéndose a un número indeterminado de sujetos. No involucra derechos subjetivos, ni resuelve peticiones específicas. Los segundos se ocupan de una situación jurídica individual, creando, modificando o extinguiendo un derecho subjetivo y atendiendo una petición particular.

1.6 Actos administrativos reglados y discrecionales: en los primeros la ley determina todas las condiciones del ejercicio de la potestad administrativa, de suerte que estructura una serie de supuestos legales completos y la correspondiente potestad aplicable al mismo. Así, el mandato normativo define todos los términos, consecuencias y demás factores que intervienen en la formación y ejecución del acto administrativo. En los actos discrecionales, si bien la ley regula algunas condiciones y requerimientos exigibles a la potestad de proferir actos administrativos, deja un amplio margen de maniobra o se remite a la estimación subjetiva de la administración, el resto de condiciones y requerimientos.

1.7 De acuerdo al ámbito espacial en el que producen efectos, serán de carácter nacional o local: para determinar esto se debe acudir al acto normativo en virtud del cual se crea la entidad que profiere el acto y a partir de ello desestimar el ámbito espacial que el mismo margen normativo excluye y el margen que permite.

2. Criterio Formal

2.1 Según provengan de un solo órgano administrativo o de dos o más órganos, serán simples o complejos: Los primeros son todos aquellos que se concretan en la manifestación de voluntad de un solo sujeto y de un solo órgano del mismo, sin importar que dicho órgano sea individual o colectivo. Los segundos son el resultado del concurso de la voluntad de varios órganos o sujetos de la administración pública.

2.2 Según los sujetos que intervengan en la expedición del acto, serán unilaterales o contractuales: los actos unilaterales (simples o complejos) son aquellos que desenvuelven sus efectos en forma autónoma e independiente, sin que sea necesaria la participación de actos de voluntad de otros sujetos con distinta intención. Los actos administrativos bilaterales o contractuales son aquellos que resultan del concurso de un acto de voluntad de la administración (simple o complejo), con el de otro sujeto que tiene distinto fin.

2.3 Según la forma como se manifiestan los actos administrativos:
2.3.1: Actos expresos: son aquellos que entrañan clara e inequívocamente la voluntad de la administración mediante una acción positiva, en ellos se aprecia explícitamente el contenido del acto.
2.3.2 Actos tácitos: son aquellos por medio de los cuales no se expresa formalmente la voluntad de la administración, pero ésta se infiere del contexto de las expresiones utilizadas por aquella con base a una norma legal.
2.3.3 Actos presuntos: son aquellos en los que la ley presume la voluntad de la administración como productora de efectos positivos o negativos, al cumplirse determinados requisitos asociados al transcurso de un tiempo.
2.3.4 Actos escritos: son aquellos en los que para su expedición la ley exige la formalidad de la escritura.
2.3.5 Actos verbales: son aquellos en los que la ley no exige formalidad de escritura para su expedición.
2.3.6 Actos por signos, señales o convenciones: clasificación de origen doctrinario, así, un semáforo, una señal de tránsito o un letrero de peligro constituirían tipologías de este acto.
2.3.7 Actos motivados: son aquellos en los que se exige la exposición de razones que mueven a la administración a desarrollar la decisión que el acto contiene.
2.3.8 Actos condición: son aquellos en virtud de los cuales un individuo queda sustraído al régimen jurídica impersonal de la prohibición de actuar y queda ubicado bajo el espectro jurídico impersonal de la libertad de actuar.
2.3.9 Actos externos: son aquellos que proyectan sus efectos fuera del ente público, es decir, sobre otros sujetos de derecho.
2.3.10 Actos internos: son los que únicamente tienen trascendencia interna, dentro de la persona pública a que pertenece el órgano que lo dictó.

2.4 Según estén o no excluidos del control jurisdiccional: esta clasificación obedece a la factibilidad de predicar o no sobre un acto administrativo la revisión jurisdiccional correspondiente. Así los actos de trámite o preparatorios que no decidan o recaigan con considerable trascendencia sobre una relación jurídica no serán susceptibles de predicárseles un control jurisdiccional. Por el contrario, los actos definitivos en su generalidad están prestos a dicho control.

2.5 Según el órgano que expide el acto: el proceso de formación del acto administrativo (expreso) consta de distintas etapas reflexivas; certificación y valoración de presupuestos, determinación de la voluntad y su posterior declaración. Previa esta aclaración conceptual habrá tantos tipos de actos desde este criterio, como órganos o entidades públicas existan. Se hace especial énfasis en los actos administrativos que expide el congreso y la rama judicial por lo inusual y contradictorio que parezca.


Excepción de ilegalidad e Inconstitucionalidad

Según el autor Gilberto Augusto Blanco Zúñiga, por ser la constitución nacional el texto escrito donde aparecen los principios rectores del estado y por estar en la cúspide de la pirámide jurídica, se introdujo la necesidad de realizarles a las normas infraconstitucionales un control de constitucionalidad; control que se ha ejercido principalmente de dos maneras: por vía de acción y por vía de excepción; en el primer caso se hace un verdadero juicio de constitucionalidad, iniciado por cualquier ciudadano, ante un tribunal de justicia y en el segundo caso, al protegerse la constitución por vía de excepción se trata simplemente de la defensa que hace el funcionario al no aplicar una ley en un proceso dado por contrariar la constitución.
El autor expresa que la diferencia esencial entre el control por vía de acción y el de excepción, es que en el primero se autoriza a la corte para declarar la inexequibilidad, y en el segundo faculta a los funcionarios para declarar la inaplicabilidad de la ley.
Dentro del fundamento normativo del control constitucional por vía de excepción encontramos el artículo 5 de la ley 57 de 1887 que versa: “cuando haya incompatibilidad entre una disposición constitucional y una legal, preferirá aquella”; el artículo 9 de la ley 153 de 1887 “la constitución es ley reformatoria y derogatoria de la legislación preexistente. Toda disposición legal anterior a la constitución que sea claramente contraria a su letra y espíritu, se desechará como insubsistente”; el articulo 4 de la constitución política de 1991 “la constitución es norma de normas. En todo caso de incompatibilidad entre la constitución y la ley u otra norma jurídica, se aplicaran las disposiciones constitucionales”; además también sirven de fundamento normativo los artículos 6, 192, 198, 241, 305 y 315. En general, la unidad del sistema jurídico, y su coherencia y armonía, dependen de la característica de ordenamiento de tipo jerárquico de que se reviste. La jerarquía de las normas hace que aquellas de rango superior, con la Carta Fundamental a la cabeza, sean la fuente de validez de las que les siguen en dicha escala jerárquica. Las de inferior categoría, deben resultar acordes con las superiores, y desarrollarlas en sus posibles aplicaciones de grado más particular. De esta condición jerárquica del sistema jurídico se desprende entonces la necesidad de inaplicar aquellas disposiciones que por ser contrarias a aquellas otras de las cuales derivan su validez, dan lugar a la ruptura de la armonía normativa. Así, aunque la Constitución no contemple expresamente la llamada excepción de ilegalidad, resulta obvio que las disposiciones superiores que consagran rangos y jerarquías normativas deben ser implementadas mediante mecanismos que las hagan efectivas, y que, en ese sentido, la posibilidad de inaplicar las normas de inferior rango que resulten contradictorias a aquellas otras a las cuales por disposición constitucional deben subordinarse, es decir, la excepción de legalidad, resulta acorde con la Constitución.
Según el autor Jorge Ayala Caldas “paralelamente a la llamada excepción de inconstitucionalidad, alguna doctrina ha aceptado la existencia de una excepción de ilegalidad; según ella si se aplica, no es ejecutable el acto administrativo que se considere violatorio de la ley”.
Dentro de la concepción del nombrado Vedel, la excepción de ilegalidad consiste en que, con ocasión de un proceso que concierne a llevar a cabo la aplicación de un acto administrativo, el interesado invoca la ilegalidad y, por tanto la inaplicabilidad de un acto administrativo; esta no aplicación del acto administrativo ilegal se busca para un caso determinado, pero este acto ilegal no deja de existir.
En el mismo sentido, Sostiene Gilberto Blanco, que el fundamento ontológico y jurídico que inspira la excepción de ilegalidad es el mismo que inspira la excepción de inconstitucionalidad, que es el debido respeto por la unidad del ordenamiento jurídico, normas armónicas y coherentes que forman entre sí un sistema unitario.
Por su parte, Vidal Perdomo considera inaceptable la excepción de ilegalidad, por varias razones: en primer lugar porque la acción de nulidad no prescribe y tiene suspensión provisional, por lo que en cualquier momento puede buscarse una definición judicial sobre la legalidad de un acto. En segundo lugar, porque deja al criterio o capricho de los particulares o de los mismos gobernantes la ejecución de las normas administrativas y en tercer lugar, porque al establecer tribunales de lo contencioso administrativo encargados del control legal de la administración, la constitución y la ley han querido confiar exclusivamente a ellos el pronunciamiento sobre la legitimidad jurídica de sus actos.
García Herreros, opina que la necesidad de salvar una aparente contradicción entre dos principios, los dos importantes en el derecho administrativo: la presunción de legalidad del acto administrativo y su subordinación a la constitución y la ley, ha conducido a la doctrina a elaborar la teoría de la “vía de excepción”, que aceptada, conduce a que la propia administración deseche el cumplimiento de los actos administrativos, si los estima violatorios de una norma superior de derecho.
No existe duda en cuanto a la capacidad del juez para declarar la invalidez de las decisiones administrativas cuando contradicen la constitución o la ley, la que existe, se refiere a la capacidad de la propia administración para hacerlo frente a los actos en firme, es decir, para excepcionar su legalidad.
La vía de excepción supone dos posibilidades: la excepción de ilegalidad y la excepción de inconstitucionalidad.
CARACTERISTICAS DE LA VÍA DE EXCEPCIÓN (Según Libardo Rodríguez Rodríguez)
• No tiene un procedimiento especial
• Se puede presentar dentro de un proceso jurisdiccional o administrativo
• Puede darse de oficio o a solicitud de parte
• Solo produce efectos relativos
• Puede aplicarse en cualquier tiempo.

Conclusión

El desarrollo del presente trabajo nos llevo a concluir en lo que respecta a los tipos de actos administrativos, que no obstante de la diversidad de criterios que existen para clasificarlos, ésta resulta pertinente en cuanto facilita la comprensión global del acto administrativo. Además nos permite diferenciar el tratamiento jurisdiccional que se debe presentar para cada manifestación de voluntad por parte de la administración tendiente a producir efectos jurídicos. En lo que atañe a las figuras de la excepción de inconstitucionalidad e ilegalidad, se destaca la importancia de éstas en tanto salvaguardan la unidad del sistema jurídico colombiano, evitando para casos particulares que se vulneren mediante actos administrativos principios normativos de mayor jerarquía, como los establecidos en la constitución y la ley. La principal consecuencia del derecho administrativo, entendido como sistema jurídico, frente a su objeto, esto es, ante la administración publica es la de hacer de esta un fenómeno ligado a lo jurídico, con los fijamientos necesarios ante la ley y la constitución. el tema central de la administración publica y quienes cooperan para la misma, en su margen de actuación, deben ajustar sus preceptos a todos aquellos requerimientos que la ley contenciosa haga sobre el particular. El acto administrativo se convierte en un elemento criticado y esbozado en su legalidad y constitucionalidad por el intrínseco principio de la legalidad o legitimidad, como quiera que se defraudaría ante cualquier actuación de este tipo el principio de la legítima confianza de los particulares hacia sus dignatarios.

Bibliografía

AYALA CALDAS, Jorge Enrique. Elementos de derecho administrativo general. Bogotá, Doctrina y Ley , 1999.
GORDILLO, Agustín. Tratado de derecho administrativo. Medellín, Jurídica Diké , 2001.
MARIENHOFF, Miguel. Tratado de derecho administrativo. Buenos Aires, Abeledo - Perrot , 1965.
PENAGOS, Gustavo. El acto administrativo. Santafé de Bogotá, Librería del Profesional , 1987.
RODRÍGUEZ, Libardo. Derecho administrativo general y colombiano. Bogotá, Temis , 2005.
SÁNCHEZ TORRES, Carlos Ariel. Teoría General del acto administrativo. Medellín, Jurídica Diké , 1995.
Consejo de Estado Sala de lo Contencioso Administrativo Sección Cuarta. Sentencia del 5 de febrero de 1999, radicado: AL-017.
Corte Constitucional. Sala Plena. M.P. Vladimiro Naranjo Mesa. Sentencia C-037 del 26 de enero de 2000. Expediente D-2441.















CONTRATOS DE ESTABILIDAD JURÍDICA: ESTUDIO INTRODUCTORIO Y CRÍTICO

CONTRATOS DE ESTABILIDAD JURÍDICA: ESTUDIO INTRODUCTORIO Y CRÍTICO

1. INTRODUCCIÓN, ANTECEDENTES Y ACTUALIDAD

La ley 963 de 2005 también llamada de “estabilidad jurídica”, ofrece un marco jurídico a cuyo amparo es posible que ciertos inversionistas nacionales y extranjeros convengan con el Estado unos “acuerdos de estabilidad jurídica”. En pocas palabras, estos acuerdos de estabilidad jurídica le permiten al inversionista tener la garantía que si hoy realizan unas inversiones por un valor elevado y lo hacen teniendo en cuenta normas tributarias vigentes, si mañana el Estado modifica esas normas, se le siga aplicando la norma vigente al momento de hacer la inversión y que fue determinante para ella.

Al día de son más de 42[1] los contratos de estabilidad jurídica (CEJ) que han sido celebrados por el gobierno nacional y empresarios del sector privado desde la vigencia de la ley 963 de 2005 y que representan en inversiones alrededor de us$4.672,9 millones. Según fuentes oficiales estos CEJ llevan implícitos más de 14.000 nuevos empleos directos y una contribución significativa al crecimiento económico del país. Además de la precitada ley, el marco normativo que regula el tema viene dado por las siguientes disposiciones[2]: la Sentencia C-961 de 2006, la Sentencia C-242 de 2006, Sentencia C-320 de 2006, el Decreto 1474 de 2008, el Decreto 133 de 2006, el Decreto 2950 de 2005, el Documento CONPES 3406 del 19 de diciembre de 2005, el Documento CONPES 3366 del 1 de agosto de 2005, la Resolución 2233 del 05 de octubre de 2005 y la Resolución 01 del 16 de diciembre de 2005. Ante este amplio panorama normativo, nuestra pretensión se enfoca simplemente pero con el mayor rigor posible, al estudio introductorio de esta institución jurídica dentro de la hacienda pública moderna.

La figura de los CEJ no es para nada novedosa en el mundo del derecho. En efecto, los contratos de estabilización como es mejor conocida esta institución en el contexto internacional, datan de mediados del siglo XX. Por ejemplo, desde 1958 es advertible una providencia de un Tribunal de Arbitramento Internacional, que dirimiendo una discusión entre una sociedad comercial y Arabia Saudita, expresa que, nada obsta para que en ejercicio de su soberanía un Estado se obligue mediante cláusulas propias de un contrato de concesión, a no modificar unilateralmente los presupuestos jurídicos que sirvieron de fundamento al mismo. En el ámbito latinoamericano, Chile fue uno de los países precursores en el tema. En 1974 mediante el llamado “Estatuto de la Inversión Extranjera” (Decreto Ley 600/1974) se instituyó el derecho de los inversionistas extranjeros a que por vía contractual se les mantuvieran inmutables, por un período de 10 años contados a partir de la instalación de la empresa, “una tasa del 42% como carga impositiva efectiva total a la renta. Considerando para estos efectos los impuestos de la Ley de Renta que corresponde aplicar conforme a las normas legales vigentes a la fecha de celebración del contrato”. El susodicho contrato era celebrado entre el inversionista extranjero y un Comité de Inversiones Extranjeras creado por la misma norma. Igualmente se le permitía al inversionista renunciar al régimen de beneficios acordados en el contrato, para acogerse al régimen impositivo común. De manera análoga, en el año de 1992 por medio del Decreto Supremo Número 162, Perú adoptó el “Reglamento de los Regímenes de Garantía a la Inversión Privada”, según el cual se otorgan determinados privilegios de estabilidad jurídica en múltiples materias, tales como, régimen tributario, libre disponibilidad de divisas, derecho de libre remesa de utilidades y régimen de contratación. En pocas palabras, el Decreto Supremo precisa que la estabilidad jurídica en la esfera tributaria, conlleva la suscripción de un acuerdo por parte del inversionista privado, cuyo objeto consiste en que “se les seguirá aplicando la misma legislación que regía al momento de la suscripción del convenio, sin que les afecten las modificaciones que se introduzcan a la misma sobre materias y por el plazo previsto en dicho convenio, incluida la derogatoria de las normas legales, así se trate de disposiciones que resulten menos o más favorables”. A finales de 1997, otro Estado vecino, en esta oportunidad Ecuador, a través de la ley 46 de ese año, crea una plataforma jurídica para la “Promoción y garantía de inversiones”. En resumen esta disposición legal congelaba en favor del inversionista, por un período determinado, la tarifa aplicable del impuesto de la renta al momento de efectuarse la inversión. En 1998 Panamá se suma a la moda legislativa del continente al establecer una ley por virtud de la cual las personas naturales o jurídicas, que lleven a cabo inversiones en el territorio panameño, gozarán por un plazo de diez años de beneficios de estabilidad jurídica, estabilidad tributaria nacional, estabilidad tributaria municipal así como estabilidad de los regímenes aduaneros, estabilidad en el régimen laboral. Esta norma del Estado centroamericano es quizás la más intrépida en la materia, ya que extiende el beneficio de la estabilización en horizontes hasta entonces insospechados como lo es el del régimen laboral y el tributario municipal.

A nivel nacional la figura de los CEJ tampoco parece ser para nada reciente. En tal sentido, ya la Ley 223 de 1995, en su artículo 169 posteriormente derogado mediante Ley 633 de 2000, había creado una especie de régimen de estabilidad jurídica, por medio del cual las personas jurídicas, nacionales o extranjeras, podían congelar sus cargas tributarias, por un período hasta de 10 años, a cambio de admitir una tarifa superior en dos puntos porcentuales en el impuesto sobre la renta, previo contrato suscrito con la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales.

Así las cosas, se procederá a realizar un breve análisis de la reglamentación normativa de los CEJ para posteriormente enfocarnos en los aspectos críticos de la misma regulación.

2. MARCO NORMATIVO DE LOS CONTRATOS DE ESTABILIDAD JURÍDICA

En el acápite anterior se citaron las principales disposiciones reglamentarias que se ocupan del tema de los CEJ. En este momento la tarea se enfocará exclusivamente en lo concerniente a la ley 963 de 2005 y sus decretos reglamentarios. El artículo 1 de la mencionada ley establece grosso modo el objeto y obligaciones de todo CEJ Según este enunciado legal, queda claro que la finalidad de dichos contratos debe orientarse a promover inversiones nuevas y ampliar las existentes en el territorio nacional. En la difícil tarea de definir, se puede aseverar que el CEJ es aquel acuerdo de voluntades entre el Estado y un inversionista del sector privado, por virtud de cual el primero garantiza a los segundos que los suscriban, que si durante su vigencia se modifica en forma adversa a estos alguna de las normas que haya sido identificada en los contratos como determinante de la inversión, estos —los inversionistas— tendrán derecho a que se les continúen aplicando dichas normas por el término de duración del contrato respectivo.. El mismo artículo 1 de la 963 de 2005 delimita su sentido conceptual al decir que comprende todo cambio en texto de la norma (ley o acto administrativo), así como cualquier variación en la interpretación vinculante sobre esas normas. Tenemos entonces que se trata de un contrato público, sinalagmático, oneroso, conmutativo, y que por mandato del artículo 8 del decreto 2950 de 2005, se regirá en todo lo pertinente por Estatuto de Contratación Estatal o ley 80 de 1993[3]. Los CEJ son una figura jurídica que producen sendas consecuencias en el sector económico de un país. Sus efectos no ensimisman en el ámbito jurídico, por el contrario, se despliegan claramente en las finanzas públicas y en el desarrollo económico de la sociedad. Buscan sobre todo, garantizar la inversión no sólo extranjera sino también nacional. En verdad, debemos tener en cuenta que si a la violencia que aflige al país, al inestable poder adquisitivo del peso colombiano, a la dependencia económica que padecemos, le sumamos un sistema jurídico mezquino y restrictivo, tendríamos que Colombia se convertiría en un país supremamente hostil para la inversión privada. Recordemos que según Keynes, un inversionista determina su inversión conforme al lucro que ella le rinda y con base a la seguridad en general que se le ofrezca sobre la misma. La situación se agravaría y llegaría a extremos inconcebibles si igualmente recordamos que históricamente el Estado colombiano ha sido un pésimo administrador de las finanzas públicas. Si bien los CEJ no pretenden incentivar la inversión privada para que reemplace totalmente a la inversión pública, sí hay que reconocer que en muchos casos esa inversión privada es bastante más efectiva y eficiente que las inversiones que realiza el Estado. El artículo 2 de la citada ley establece las características general y necesarias s para celebrar un CEJ. Podemos enumerarlos de la siguiente forma:

1. Ser persona jurídica (incluidos los consorcios) o natural, nacional o extranjera.

2. Dispuesta a realizar una inversión nueva o ampliar una existente.

3. Dicha inversión debe ser por un monto igual o superior a 150.000 UVT (Unidad de Valor Tributario).

4. La inversión debe desarrollar alguna de las siguientes actividades: turísticas, industriales, agrícolas, de exportación agroforestales, mineras, de zonas procesadoras de exportación; zonas libres comerciales y de petróleo, telecomunicaciones, construcciones, desarrollos portuarios y férreos, de generación de energía eléctrica, proyectos de irrigación y uso eficiente de recursos hídricos y toda actividad que apruebe el Comité de Estabilidad Jurídica.

5. Se prohíbe expresamente que se trate de inversiones de portafolio.

Según el artículo 9, el inversionista presto a contratar no puede estar inhabilitado en razón de haber sido condenado mediante sentencia ejecutoriada o sancionado mediante acto administrativo definitivo, en cualquier época, por conductas de corrupción que sean consideradas punibles. Norma muy saludable si nos percatamos de los altos índices de corrupción y colusión que en el plano de las finanzas públicas se presentan.

Para claridad de las partes contratantes y mayor seguridad jurídica, el artículo 3 de la susodicha ley ordena que en todo CEJ se estipule de manera expresa y taxativa las normas y sus interpretaciones que de alguna manera serán congeladas. Por su parte, el artículo 4 de la pluricitada ley, instituye los requisitos esenciales para que se pueda hablar de CEJ, incluyendo en ellos ciertas obligaciones que se derivan del acuerdo, así como cuestiones formales y de procedimiento. En el mismo orden de ideas, el artículo 5 de la ley 963 de 2005, establece la prima que debe pagar el inversionista a favor del Estado colombiano por el amparo que le proporciona el contrato. En efecto, deberá depositarse en las arcas de la nación, concretamente en la cuenta que para tal fin destine el Ministerio de Hacienda y Crédito Público, una prima igual al uno por ciento (1%) del valor de la inversión que se realice en cada año. Ahora bien, si por la naturaleza de la inversión, esta contempla un período improductivo, el monto de la prima durante dicho período será del cero punto cinco por ciento (0.5%) del valor de la inversión que se realice en cada año. Seguidamente, el artículo 6 sirve de guía para determinar la duración máxima y mínima de los CEJ. Respectivamente el término que se señale en el contrato, no podrá ser inferior a tres años ni superior a veinte. Hasta aquí todo lo dicho debe constar en todo CEJ. Sin embargo, la ley no sólo contiene normas imperativas. En su artículo 7 faculta a las partes del convenio para estipular una cláusula compromisoria por virtud de la cual todas las controversias que se susciten con ocasión o derivadas del CEJ, se dirimirán por un Tribunal de Arbitramento que se regirá por las leyes nacionales. Cabe resaltar que este proceso arbitral es apenas eventual, la ley no obliga a las partes a estipular la cláusula compromisoria. El artículo 8 consagra las causales que dan lugar a la terminación anticipada del contrato, que en consonancia con el artículo 11 del decreto 2950, se puede decir que el contrato se finiquita anticipadamente y de manera unilateral por parte del Estado, debido a:

· La no realización oportuna de la inversión.

· El retiro de la totalidad o parte de la inversión.

· El no pago oportuno de la totalidad o parte de la prima.

· Que sobrevenga una inhabilidad para el inversor (artículo 9).

· Por el incumplimiento injustificado de las obligaciones previstas en el contrato

El contrato también llega a su fin, ya no mediante decisión unilateral de la administración, por la ocurrencia de uno de los siguientes eventos:

· Por el vencimiento del término estipulado.

· Mutuo acuerdo de las partes. Cuando este arreglo para terminar el contrato se deba a la pérdida total o parcial de la inversión por motivos de fuerza mayor o caso fortuito, el inversionista sólo deberá el pago de la proporción de la prima equivalente al término de vigencia del CEJ cursado.

· De forma anticipada, por la cesación de pleno derecho de las obligaciones del contrato debida a la declaración de nulidad y/o inexequibilidad de la totalidad de las normas e interpretaciones contempladas en el contrato.

Cuando el mutuo acuerdo para terminar el contrato se deba a la pérdida total o parcial de la inversión por motivos de fuerza mayor o caso fortuito; y en el evento del literal h), el contratista sólo estará obligado al pago de la proporción de la prima equivalente al término de vigencia del contrato de estabilidad jurídica cursado. Si el contratista ha pagado una proporción superior, tendrá derecho a la devolución de lo pagado de más. Si ha pagado una proporción inferior, estará obligado a hacer el pago de lo faltante.

Cabe señalar, que en todo momento el inversionista podrá someter a consideración del Comité de Estabilidad Jurídica las razones que justifiquen un retiro parcial de la inversión, así como otros incumplimientos menores del contrato, con el fin de evitar la terminación anticipada del mismo.

A su turno, el artículo 10 de la ley 963 de 2005 impone el deber a los contratantes de registrar el convenio en el Departamento Nacional de Planeación. Igualmente, le asigna la obligación a esta entidad de informar al Congreso de la República todo lo relacionado con los CEJ que se celebren. Por otro lado, el artículo 11 quizás incurriendo en una obviedad, estatuye que los CEJ han de estar en armonía con la Constitución Política y los tratados ratificados por Colombia. A la par establece una serie de excepciones normativas que no podrán ser negociadas en los CEJ, estas son:

a) Las normas relativas al régimen de seguridad social.

b) La obligación de declarar y pagar los tributos o inversiones forzosas que el Gobierno Nacional decrete bajo estados de excepción.

c) Los impuestos indirectos.

d) La regulación prudencial del sector financiero.

e) El régimen tarifario de los servicios públicos.

Es decir, los temas anteriores no podrán ser objeto de congelación por virtud de un CEJ, toda vez que la ley expresamente lo prohíbe. Adicionalmente y en concordancia con el principio de la tripartición del poder, el enunciado ordena que la estabilidad tampoco puede recaer sobre las normas declaradas inconstitucionales o ilegales por los tribunales judiciales colombianos durante el término de duración de los contratos de estabilidad jurídica.

Por otro lado, el decreto 2950 de 2005 en términos generales regula lo atinente al Comité de Estabilidad Jurídica que la ley 963 de 2005 refería. Crea a su vez una Secretaría Técnica de apoyo al mencionado Comité, que se encargará principalmente de la recepción y revisión de las solicitudes de los CEJ. Con mucha más minuciosidad que el artículo 4 de la ley que reglamenta, el artículo 3 del decreto 2950 de 2005 establece la forma como debe llevarse a cabo la solicitud por parte del inversionista que quiere suscribir un CEJ. Es de destacar en este artículo la obligación para el inversionista de informar el número de empleos que espera crear durante la vigencia del contrato y con ocasión de su inversión, así como los demás efectos económicos y sociales que se pretenden generar. Los artículos 4, 5 y 6 del decreto 2950 de 2005, se ocupan de lo que respecta al trámite de admisión, evaluación y aprobación de la solicitud. El artículo 7 regula lo que tiene que ver con la suscripción del contrato por parte del inversionista y el gobierno, actuando este último necesariamente a través del Ministro de ramo donde se enmarque la actividad que pretende desarrollar el inversionista. Los artículos 8, 9 y 10 del precitado decreto de manera redundante reglamentan respectivamente el contenido de los CEJ, su duración y la prima derivada de ellos.

3. COMENTARIOS Y ASPECTOS CRÍTICOS

La ley que instituye la institución de los CEJ resulta particularmente muy criticable. No en balde en tres ocasiones mediante acciones públicas de inconstitucionalidad se ha cuestionado parte de su contenido. Estos asuntos fueron decididos por la Corte Constitucional mediante las sentencias C-961 de 2006, C-242 de 2006 y C-320 de 2006, saliendo incólume la precitada ley. No obstante, cabe realizar ciertas anotaciones al respecto.

En la sentencia C-320 de 2006 la Corte se preguntó acerca de si de acuerdo a la redacción legal, los CEJ no implicaban en verdad una limitación a la potestad legislativa propia del Congreso de la República o de la que eventualmente tiene el Presidente, permitiéndose con esta figura la inobservancia de la ley. La Corporación resuelve el debate declarando la exequibilidad del artículo 1 de la ley 963 de 2005 bajo “el entendido que los órganos del Estado conservan plenamente sus competencias normativas, incluso sobre las normas identificadas como determinantes de la inversión, sin perjuicio de las acciones judiciales a que tengan derecho los inversionistas”. En esa misma providencia, la Corte también se refiere a la exequibilidad de los artículos 2, 3,4 y 6 de la precitada ley, sin que valga la pena realizar consideración alguna al respecto.

En verdad, el punto álgido e importante que se debe tratar, es el referente a la exequibilidad condicionada que del artículo 1 hace la Corte. En nuestra humilde opinión esta disposición debía haber sido declarada inexequible, puesto que más allá de las lucubraciones hechas por la Corte, los CEJ sí conllevan una especia de censura o marginan la potestad legislativa de los órganos estatales competentes para ello. Coincidimos plenamente el honorable ex magistrado Alberto Beltrán Sierra quién en la misma sentencia salva oportunamente su voto en consonancia con la postura que había asumido en la sentencia C-242 de 2006. Los CEJ son la muestra flagrante de que en veces se hacen primar ciertos intereses políticos y económicos, saltándose lo establecido en la Carta Magna. La normatividad que regula los CEJ limita el ejercicio de la potestad legislativa, cosa inaceptable frente a la vigencia y supremacía de la Constitución Política. El Estado no puede realizar con los particulares un acuerdo por virtud del cual se censura al Congreso de la República la posibilidad de ejercer la función pública de interpretar, reformar y derogar las leyes, que se le atribuye por el artículo 150 del Texto Supremo. Creemos que así como está prohibido celebrar contratos con objeto ilícito, con mayor razón debe estar la de celebrar con objeto inconstitucional. El tema toca íntimamente con el concepto de soberanía, recordando que como atributo del Estado, es inalienable, no está en el comercio, no puede ser objeto de negociación con los particulares, como aquí se autoriza mediante la Ley 963 de 2005 según el artículo 1, el cual guarda relación indivisible con el artículo 3, igualmente inconstitucional. El ex magistrado Beltrán sierra manifestó claramente su discrepancia con la resolución tomada por la Corte, diciendo que “según la ley 963 de 2005 la legislación puede ser objeto de negociación con los inversionistas privados cuando éstos consideren que la petrificación normativa resulta favorable a sus intereses, aún en el caso de que esa modificación legislativa sea favorable al interés general. Ello es así, por cuanto el propio texto del artículo 1 de la Ley 963 de 2005, de manera inequívoca señala que el Estado les garantiza a tales inversionistas que no se modifica la Ley cuando le sea "adversa a éstos", o, dicho de otra manera, se puede ejercer la función de hacer las leyes pero sólo cuando les sea a ellos favorable. Es esa una claudicación inaudita de un Estado soberano frente al capital extranjero, lesiva no sólo de la Constitución sino de la propia dignidad nacional”.

Concretamente, el artículo 1 y 3 de la ley 963 de 2005 transgreden el preámbulo y el artículo 3 de la Constitución, puesto que con la ley hoy en día no es cierto que la soberanía resida exclusivamente en el pueblo y que de éste emane el poder público, debido a que se traslada como sujeto de la misma a los inversionistas privados, y por consecuencia la legitimidad de la ley no surgirá de la Constitución sino de que se ajuste al contrato de estabilidad jurídica celebrado con ellos. En el mismo sentido y de manera notable, el ex magistrado Beltrán Sierra se expresó diciendo que “es evidente, que si una norma se incluyó entre aquéllas que puedan ser objeto de ese singular tipo contractual, el Estado queda obligado a no modificarla en forma adversa al contratista, lo que quiere decir que si lo hace incurrirá en responsabilidad por el incumplimiento del contrato. Es decir, se sustituye la soberanía popular por las cláusulas contractuales con inversionistas que, además, sólo admitirán que se legisle cuando las normas no le sean adversas a éstos. Toda otra legislación resultará ilegítima, aun cuando el Estado invocara para dictarla su condición de soberano, pues ésta habrá desaparecido”.

La celebración de los contratos de estabilidad jurídica sepulta entonces la primacía de la Constitución para abrirle paso a la primacía del contrato de estabilidad jurídica. Se sustituye el deber de los nacionales y extranjeros de acatar la Constitución y las leyes de Colombia, por el respeto íntegro al contrato de estabilidad jurídica mediante el cual entra en las leyes del mercado la potestad legislativa del Estado soberano. Ello resulta, por supuesto violatorio del artículo 4º de la Constitución.

La Corte Constitucional pretende salir al debate mediante la declaratoria condicionada del artículo 1, sin embargo, en nuestro concepto, los efectos inconstitucionales de la figura no varían para nada, sigue siendo atentatoria del orden jurídico superior. La misma Corte reconoce en su exequibilidad condicionada, que a los inversionistas les asiste la respectiva acción judicial en caso de que se les modifiquen las normas congeladas, ya que esto supondría un incumplimiento contractual por parte del Estado. Al decir esto, la Corte reconoce que para que el estado no incurra en la correspondiente responsabilidad contractual, debe censurar la expresión del órgano legislativo.

La figura de los CEJ también suponen un fenómeno de ultractividad de la ley o de la interpretación legal objeto del contrato. Recordemos que por regla general una norma al ser derogada, cesa en su producción de efectos jurídicos, cosa que no ocurre aquí, pues como a los inversionistas no se les puede desmejorar en las condiciones pactadas, es posible que una ley que para casi toda la sociedad ha dejado de regir, para el inversionista se mantenga vigente. No consideramos esto sensato, pues a prima facie se observa una violación al derecho fundamental a la igualdad y al principio constitucional de razonabilidad.

La cuestión se configura aún más preocupante si tenemos en cuenta que la vigencia de los CEJ puede ser de hasta de 20 años. Cabe preguntarnos, ¿puede un gobierno prever realmente las necesidades económicas de un país dentro de un término hacia futuro tan amplio?; dudamos mucho que la respuesta sea positiva. En efecto, la economía mundial y nacional constantemente se encuentra sometida a fuertes cambios, así por ejemplo es perfectamente viable que hoy se pacte un CEJ con un inversionista extranjero un por una duración de 20 años, y que dentro de una década por ejemplo, el país tenga que adelantar políticas para hacer prevalecer la inversión nacional y fortalecer el proteccionismo económico. En ese caso, como la ley 963 de 2005 hizo intocables las normas que acordó el estado con el inversionista extranjero, él prácticamente no podría ser excluido de la economía nacional, por más que las necesidades del país lo ameriten.

Por otra parte, es igualmente criticable la disposición que por virtud de los CEJ puede llegar a hacer un gobierno determinado y transitorio, respecto de las finanzas públicas hacia futuro. En el mismo ejemplo anterior, por un convenio que el gobierno de turno suscribió con el inversionista, los siguientes gobiernos no podrán contar con determinadas rentas que se causarían y aumentarían periódicamente en caso de que no existiera tal acuerdo. La situación se complica aún más si tenemos en cuenta la escasa planificación que el Estado hace de sus recursos hacia futuro.

Así mismo, la norma es bastante criticable dada su ambigüedad y vagues en lo que respecta a qué debe entender por “situación adversa”, pues como sabemos al inversionista no se le podrán modificar las normas o interpretaciones sino a su favor, no en tanto les sean “adversas”. La ley no es precisa en este punto, cosa que podría llevar a interpretaciones nocivas para el ordenamiento jurídico. Imagínese por ejemplo un cambio legislativo en materia de la regulación marcaria o de propiedad industrial, podría el inversionista alegando que le es perjudicial, exonerarse de su cumplimiento.

Por otro lado, la ley es clara al señalar que en caso de la declaratoria de inconstitucionalidad de una norma que ha sido objeto de congelación para un inversionista por virtud de un CEJ, no se configuraría propiamente un incumplimiento por parte del Estado y podría levantarse lo dispuesto el mismo, ya que como se dijo, la potestad de los órganos jurisdiccionales queda a salvo de cualquier pacto entre el estado y un inversionista. Ahora bien, lo que si no resulta claro, es: ¿será qué acaso cuando la ley se refiere únicamente a la inexequibilidad de la norma, está descartando la exequibilidad? ¿qué pasa con la norma congelada si por ejemplo un tratado internacional o una disposición jurídica supranacional varía el tema entumecido en un CEJ?

Desde otra perspectiva, consideramos que el artículo 2 de la ley 963 resulta contrario al derecho a la igualdad contemplado en el artículo 13 de la Constitución Política. En efecto, al establecer que sólo podrán suscribir CEJ con el Estado, aquellos inversionistas que realicen inversiones nuevas o amplíen las existentes en el territorio nacional, por un monto igual o superior a la suma de siete mil quinientos salarios mínimos legales mensuales vigentes, está discriminado a aquellos inversionistas que no cuentan con el dinero suficiente para hacer una inversión en esa cuantía. La Corte Constitucional en sentencia C-242 de 2006 falló a favor de la ley 2006, negando la acción de inconstitucionalidad, con el argumento de que “la finalidad del contrato de estabilidad jurídica haría superflua toda inversión cuando ella no trascendiera eficazmente en el circuito económico; es decir, cuantías inferiores a las establecidas por el legislador podrían no resultar eficaces para el fin por él pretendido. Por lo tanto, diferenciar a los inversionistas atendiendo a una cuantía mínima de capital para ser cobijados con la ley que se examina, resulta proporcional y adecuado al fin que se persigue, más aún cuando el mismo hace parte de un proyecto macroeconómico, para el cual se requieren capitales e inversiones de una magnitud adecuada al desarrollo económico requerido por la comunidad y auspiciado por el Estado”.

Esta disertación económica que hace la Corte, no pasa de ser más que eso, carente de fundamentación jurídica. En nuestro criterio, en un mercado regido por la libre competencia como el nuestro, no puede entenderse cómo un grupo de personas, con poder económico, puedan ser beneficiarios de una inamovilidad jurídica, frente a otras personas, que pueden ser sus propios competidores, que seguramente no poseen el capital mínimo exigido, pero que si compiten en el mercado. En este sentido, aceptando que la igualdad predicada por la Constitución es relacional y no absoluta, encontramos como, frente a un mismo grupo de personas destinatarios de la ley, la ley 963 de 2005 introduce una discriminación completamente injustificada e irracional. En otras palabras, sólo aquellos que cuenten con el músculo patrimonial suficiente, pueden contratar con el Estado. No vemos muy clara la afirmación de la Corte en el sentido de que sólo una inversión superior a la cuantía fijada por la ley, garantiza un crecimiento económico significativo que hace legítimo sacrificar el derecho a la igualdad. Cada quien contribuye al desarrollo económico del país en la medida de sus posibilidades, sin que por ello deba privilegiarse a unos y no a otros.

En el mismo orden de ideas, la ley 963 de 2005, es inconstitucional pues la discriminación irracional que hace, no sólo radica en el monto de la cuantía de la inversión que avala a un inversionista para contratar con el Estado, sino también frente a otros grupos o actores económicos que no tienen la posibilidad de pactar con el Estado las leyes que les son aplicables. ¿Por qué puede un inversionista acordar cierta estabilidad jurídica con el Estado y por ejemplo un consumidor, usuario, empleado, proveedor o contratista en estricto sentido (ley 80 de 1993), no puede hacerlo? Todos son actores económicos de vital importancia para el desempeño económico de un país, sin embargo, el legislador no contempla esas generosidades sino con relación a un grupo exclusivo y privilegiado, los inversionistas.

Desde otra óptica, el artículo 6 de la precitada ley, que contempla el término de duración del contrato, guarda silencio acerca de si ¿es viable una vez vencido el término de vigencia del contrato, prorrogarlo cobijando entonces las normas que había sido objeto de congelamiento, o será necesario suscribir un nuevo CEJ en el cual esas normas ya no se puedan incluir?.

Otra crítica de predicable y de mucho peso sobre la ley 963 de 2006, es la que recae específicamente sobre su artículo 4, literal b. Según este enunciado, el Comité encargado de estudiar y decidir la solicitud para suscribir un CEJ, estará conformado por: el Ministro de Hacienda y Crédito Público, o su delegado; el Ministro de Comercio, Industria y Turismo, o su delegado; el Ministro del ramo en el que se efectúe la inversión, o su delegado; el Director del Departamento Nacional de Planeación, o su delegado; y el Director de la entidad autónoma, o su delegado, cuando se trate de normas expedidas por dichas entidades. Así las cosas, es fácilmente advertible que dicho Comité se encuentra conformado por servidores públicos pertenecientes exclusivamente a la rama ejecutiva del poder, cuando lo más sano hubiera sido darle participación en este espacio, a representantes del órgano legislativo y por que no judicial del Estado. Al fin y al cabo, las normas que serán objeto de congelamiento por parte de los CEJ, son expedidas por el Congreso de la República e interpretadas y aplicadas por los jueces.

Por último y para no dejar de tocar el tema, la sentencia C – 961 de 2006 no reviste mayor complejidad, pues el actor alegaba en bajo una interpretación errada del artículo 7 de la ley 963 de 2005, que era obligatorio someter a la justicia arbitral las controversias derivadas de un CEJ, cuando en verdad, tal como lo afirmó la corte, esto apenas es una cláusula facultativa de las partes y que por ende su presencia en el contrato es meramente accidental.

4. CONCLUSIONES

En materia tributaria, es importante tener en cuenta la incidencia de los impuestos en campos como la empresa y la inversión. A su vez, es de observar cómo a través de una estabilidad tributaria se puede lograr una seguridad jurídica que permita fortalecer la empresa y atraer la inversión, instituciones que resultan fundamentales para el crecimiento económico de un país. Por definición, los impuestos son un factor que afecta la estabilidad de una empresa o negocio, y por ello es importante que los empresarios los tengan en cuenta al momento de llevar su contabilidad, como quiera que el Estado es un socio forzoso con el que se tiene que convivir en cualquier empresa a la hora de partir utilidades. Así mismo, de la estabilidad o no que pueda ofrecer en un momento dado el régimen tributario van a depender muchas decisiones de inversión nacional y extranjera. Entonces, cuando el régimen tributario no ofrece estabilidad en el tiempo y las normas cambian frecuentemente, hay una incidencia negativa en cuanto a esas inversiones, y viceversa.

Por regla general, en materia tributaria no rige la teoría de los derechos adquiridos, es decir, no se puede invocar ante el Estado un supuesto derecho a la no variación o modificación de las situaciones y disposiciones tributarias. Como toda regla general tiene sus excepciones, el ejemplo más claro de estas son los CEJ, que en pocas palabras no son cosa distinta a la adquisición que por vía contractual con el Estado hace un inversionista, respecto de ciertos derechos inmodificables por un determinado lapso de tiempo, con los que busca ofrecérsele mayor seguridad jurídica.

Para los pocos años que lleva de vida la ley 963 de 2005, se han suscitado múltiples controversias jurídicas en torno a su alcance y efectos, destacándose para nosotros, la consecuencia que lleva desplazar la soberanía del pueblo en el Estado, por lo que en virtud de un CEJ se convenga. Sin duda alguna y desde una perspectiva netamente económica, esta norma ha traído beneficios a corto plazo muy favorables para el país, logrando en verdad su cometido inicial: incentivar la inversión privada. Ahora bien, estos beneficios inmediatos, ¿si compensan efectivamente los sacrificios que el Estado durante el término de vigencia del CEJ hará de sus normas y su soberanía?. He allí un típico ejemplo de ponderación donde la interdisciplinariedad hace estragos en la ciencia jurídica y respecto del cual ya asumimos una postura.




[1] Al respecto puede verse: http://www.portafolio.com.co/negocios/comercioext/2009-03-06/ARTICULO-WEB-NOTA_INTERIOR_PORTA-4859150.html

[2] Al respecto puede verse: http://www.mincomercio.gov.co/eContent/newsdetail.asp?id=4692&idcompany=1

[3] Si bien este artículo sólo remite a la ley 80 de 1993, debe entenderse en mi opinión que dicha remisión comprende también la ley 1150 de 2007.

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